Este año se va a comer diez polvorones.
El día ha amanecido nublado. Parece que el sol quiere
salir, pero las nubes se lo impiden con insistencia. Tal vez por eso cuando la
veo aparecer en el salón con su bata de algodón, una sonrisa triste impregna su
cara. Cada mañana se queda un buen rato de pié, en el umbral de la puerta que
separa su dormitorio del comedor, mirando por la ventada, esperando ver salir
el sol, aunque negras tormentas se lo impidan ver. Pero hoy me ha mirado a mi,
confiriendome un protagonismo al que no estoy acostumbrado, como si ya supiera
que seria el único testigo del día más triste de su vida, pero a la vez el más
feliz. El día en que se lo arrebataron todo, y se lo devolvieron todo a la vez.
Es una mujer realmente bella. Llevo ya diez años con ella
y no ha habido un solo día en que su cuerpo no me haya parecido más hermoso que
el anterior. Cada una de las arrugas que marcan su piel se acomoda en ella a la
perfección. Cómo si su cuerpo no pudiera entender una vida sin ellas.
Mientras se prepara un café le acaricio lentamente la
cicatriz. Debió sufrir tanto antes de conocerme. La jodieron bien jodida esos
malditos cabrones. No tuvieron suficiente con arrebatarle a su gran amor.
Necesitaban dejarle una marca para que cada día, al ponerse las medias negras
la rozase con los dedos. Para que lo llevase siempre encima, grabado en el
cuerpo. Como si no tuviera ya suficiente con llevarlo grabado en sus ojos. Unos
ojos profundos, de los que nunca nadie ha logrado volver. Los ojos más tristes
que jamás haya visto.
Se sienta en el sofá. El café en una mano y el libro en
la otra. Así pasa la mañana. El café enfriándose en la mesa, y ella absorta en
su libro.
Llevamos ya años celebrando una navidad distinta. Los diez
que llevamos juntos. No le gusta este día, no tiene nadie con quien celebrarlo,
no tiene nada que celebrar. Su amor se fue una madrugada de diciembre del 39.
Cuando despertó, encontró la cama que tanto calor le había dado la noche
anterior más fría que nunca, aunque el sol acariciase el lado vacío. Vacío de
vida, lleno de amor plasmado en un papel: “Cada día que el sol salga a defender
sus ideales pensaré en ti. Jamás me perdonaría que te pusieran un dedo encima.
No te pueden relacionar conmigo. Recuerda mi amor, cada día el sol saldrá a defender el cielo, aunque negras
tormentas te lo impidan ver”.
Pero su partida no sirvió de nada. No la protegió del
frío invierno, ni del negro porvenir que nos esperaba. Los fascistas llamaron a
la puerta, aunque él no estuviera. Se la llevaron y tocaron su cuerpo. No con
un solo dedo. Cuando volvía a casa me recogió en la calle. No me conocía de
nada, pero pensó que la presencia de un animal de cuatro patas le aliviaría un
poco la soledad que se había instalado en su corazón. Así fue como la conocí.
Con los ojos tristes. Con los ojos vacíos. Vacíos de esperanza, perdidos en
amor. Llenos de sufrimiento y de rencor.
Así fue como pasamos la primera navidad juntos. Comimos
patatas asadas y un polvorón.
Para no olvidar, para no perder la tradición, para no
traicionar a su amor, cada navidad comemos patatas asadas y polvorones. Uno más cada año que pasa. Como
si quisiera esconder su desesperanza en el azúcar. Como si quisiera morir con
una sobredosis de este mismo cuando la tristeza de los años pasados ya no fuera
soportable.
Este año se va a comer diez polvorones.
En el preciso instante en que empieza a desenvolver el
ultimo llaman a la puerta.
Soy el primero en llegar allí. No puedo evitar ladrar.
Algo en el ambiente me altera.
Se levanta con parsimonia, debe estar muy llena con tanto
polvorón dentro, pero finalmente llega hasta la puerta. Busca las llaves. Las
encuentra en la mesita de madera, y cuando logra atinar en el agujero unas
lagrimas densas empiezan a brotar de sus ojos. Siente su presencia, y
efectivamente allí está. Delante de sus ojos. Tantas veces lo había soñado,
pero no sabe como reaccionar. Todas sus terminaciones nerviosas han quedado
bloqueadas. No logra mover un dedo. No logra mover los ojos. No logra mover el
corazón. Solamente se mueven sus lagrimas, resbalando por su cara, tan pálida
como la nieve. Como la nieve que lloró el cielo la noche en que él se fue.
Su cuerpo no logra reaccionar, pero él tampoco le da
tiempo. Empieza hablar, desde el rellano. No quiere entrar. No puede entrar.
“Lo siento”. Así empieza el monologo que desmontó su vida. El monologo que
rompió sus esquemas. El monologo que se lo arrebató todo y se lo devolvió todo
a la vez.